La fuga de los cuatro supervivientes
En la región de los cuatro ríos, cruzaron el ancón del Espíritu Santo, la actual bahía de Matagorda, donde los indios quevenes, otro clan de los coahuiltecas, les dijeron que cerca de allí había tres cristianos, pues los otros diez habían muerto de frío y de hambre. Según los quevenes, sus vecinos indios trataban a coces, bofetadas y garrotazos a los supervivientes. Así que Lope de Oviedo prefirió volverse con unas mujeres de los deaguanes mientras Cabeza de Vaca se quedaba con los quevenes, en espera de dar con los tres españoles que, a una legua de allí, acudirían a la orilla del río a comer nueces. Se trataba de la pacana, fruto parecido a la nuez muy frecuente en esta parte de Texas.
A los dos días junto al río, descubrió que los supervivientes eran Andrés Dorantes, Alonso del Castillo y Estebanico, el sirviente negro de Dorantes. Se quedaron admirados de ver a Cabeza de Vaca, a quien creían muerto. Pero estaba tan vivo que pretendía fugarse a tierra de cristianos. Y como a Castillo y a Estebanico les acobardaba no saber nadar, se ofreció a pasarlos por los ríos y ancones que se les cruzaran. A fin de asegurar el éxito de la huida, Dorantes y Castillo propusieron esperar seis meses hasta que los indios se trasladaran a otro paraje para alimentarse de tunas, que son higos chumbos.
Durante ese medio año Cabeza de vaca sirvió de esclavo al mismo amo que tenía Dorantes: un indígena “tuerto” del clan de los mareames, cuya mujer e hijos también eran “tuertos”, es decir, que tenían la vista torcida o bizca. A Castillo y Estebanico los habían esclavizado sus vecinos los iguaces. Por ellos tres conoció Cabeza de Vaca, las atroces desventuras que sufrieron los compañeros de las barcas dispersadas por las tormentas en 1528 cuando rebasaron el delta del Misisipi.
Dorantes, Castillo y Estebanico, tras salir de la isla de Malhado, se encontraron con Figueroa, uno de los cuatro que Cabeza de Vaca envió a Pánuco a poco de llegar a la isla. Figueroa , que lo supo por Hernando de Esquivel, les contó el trágico final que en 1528 había tenido el gobernador Pánfilo de Narváez después de haberse desentendido de las otras barcas, con sálvese quien pueda.
Aquella tarde de noviembre, sus hombres saltaron a tierra mientras el gobernador se quedaba a pasar la noche en una barca con el maestre y un paje enfermo. Esta barca, anclada con un pedrusco y desprovista de agua y víveres, fue arrastrada mar adentro por un fuerte viento del norte. Al día siguiente los hombres de Narváez, mandados por el capitán Pantoja, se embarcaron para seguir a lo largo de la costa, pero el temporal les impidió llegar lejos. Recalaron al abrigo de un monte y, como escaseaban los mariscos, empezaron a diezmarlos el hambre y el frío. Los vivos se alimentaban con los tasajos que hacían de los muertos. También devoraron al capitán Pantoja, apaleado por Sotomayor para acabar con sus malos tratos. Hernando de Esquivel confesó a Figueroa que era el único superviviente gracias a haberse nutrido de Sotomayor hasta que, el primero de marzo de 1529, tuvo la suerte de ser capturado por un indio.
Al retomar el hilo de su relato, Cabeza de Vaca compendia los usos y creencias de los mareames y los iguaces, clanes de la gran tribu de los coahuiltecas que habitaban las costas texanas desde el actual río Brazos hasta el Grande. Practicaban la exogamia (Matrimonio entre personas de distinta casta, raza, comunidad o condición social) de modo tan radical que echaban a los perros las hijas recién nacidas para evitar su futuro casamiento con parientes, pero también para impedirles que procrearan con los enemigos, a quienes compraban mujeres a fin de perpetuar la propia tribu. Ruinosa crueldad: mataban a sus hijas y mercaban las ajenas. A éstas las empleaban en tantas labores que sólo les dejaban seis horas de descanso al día.
Todos se alimentaban de lo que podían echarse al coleto cuando no había tunas: raíces, un venado de tarde en tarde, algo de pesca cuando caía, arañas, gusanos, culebras y otras sabandijas. Y si apretaba el hambre, estiércol de venado. En algunas ocasiones comían vacas “del tamaño de las de España” que llegaban desde el norte y con cuya piel hacían cobertores, zapatos y rodelas. Son las primeras referencias por escrito del bisonte o “vaca corcovada”.
A la hora de atribuir vicios a estos indios que lo esclavizaban, Cabeza de Vaca no se anda con chiquitas: eran ladrones, mentirosos y borrachos. Y algunos pecaban “contra natura”. Cierto que no llevaban lo que se dice una vida regalada. Además de soportar el hambre, en verano mantenían una lucha encarnizada con mosquitos “muy malos y enojosos”. Una de las misiones encomendadas a los esclavos españoles era, bajo pena de apaleo, conservar encendida leña mojada para que el humo ahuyentara a los mosquitos.
Al cumplirse los seis meses, septiembre de 1533, propuestos por Castillo y Dorantes a Cabeza de Vaca para fugarse cuando los clases se fueran a la región de las tunas, tuvieron que aplazar su propósito porque, al separarse los indios tras unas reyertas a causa de una mujer, los españoles también se dispersaron obligados por sus amos.
Pasado un año, durante el cual Cabeza de Vaca intentó fugarse en tres ocasiones, llegó la nueva temporada de tunas, y los indios con sus esclavos españoles se juntaron en los mismos parajes. El 1 de septiembre de 1534, día de luna nueva, horas antes de que los indios volvieran a apartarlos, Cabeza de Vaca acordó con sus compañeros que hasta la luna llena (que sería el 14 de septiembre) los esperaría en aquel lugar donde se hallaban cosechando tunas. Y les advirtió que se marcharía solo si para esa fecha no había llegado.
Así pues, el 13 de septiembre, víspera del plazo límite, Dorantes y Estebanico se reunieron con Cabeza de Vaca y, al poco tiempo encontraron a Castillo, que vivía con los indios anagados, por quienes supieron que el clan de los camones había matado a Peñalosa y a su gente apenas arribaron, extenuados, en la quinta barca de la que aún ignoraban su paradero tras haberse separado del gobernador Narváez. A los dos días del reencuentro con Castillo, los cuatro supervivientes emprendieron la fuga en la segunda quincena de septiembre de 1534 para irse a vivir con los avavares. A los ocho meses volvieron a marcharse hacia los maliacones y los arbadaos, pueblos coahuiltecas próximos a río Grande.
La primera noche que pasaron con los avavares, Castillo curó a unos indios los dolores de cabeza sin más que santiguarlos y encomendarlos a Dios. Agradecidos, le regalaron tunas y carne de venado que nunca habían comido. Como ya hacía frío, los españoles decidieron invernar en este poblado.
Como Castillo no daba abasto para santiguar a los enfermos y tullidos que, atraídos por sus dotes milagreras, peregrinaban desde las tribus comarcanas, los demás españoles, venerados como hijos del Sol, también ejercieron de curanderos. Los casos graves que Castillo no se atrevía a tratar, los aceptaba Cabeza de Vaca. Así ocurrió con los indios susolas, a cuyo poblado acudió para despertar a los enfermos de modorra. A uno que sus familiares lloraban como muerto porque no tenía pulso, lo santiguó y le sopló varias veces y, aquella noche, Cabeza de Vaca supo que el difunto -quizás aquejado de catalepsia- se había levantado y ya hablaba y comía.
A diferencia de su larga estancia con los avavares, los españoles pasaron pocos días con los maliacones, a quienes dejaron para irse al poblado de los arbadaos, gente enferma y flaca que comían hasta raeduras de cuero reblandecido. “La mayor prosperidad en que yo allí me vi era el día que medaban a raer alguno…, y aquello me bastaba para dos o tres días”. Con ellos padecieron tantas calamidades que se consolaban imaginando los tormentos con que Jesucristo redimió a la humanidad. En su desnudez, los españoles mudaban de piel como las serpientes y tenían que soportar las cargas de leña que les laceraban el torso sembrado de ampollas purulentas.
Avanzado el verano de 1535 recobraron las fuerzas para ir hacia el sur, camino de Pánculo, en cuanto aplacaron el hambre con dos perros, quizá coyotes domesticados, que habían comprado a trueque.
Cabeza de Vaca interrumpe aquí el hilo del relato para mostrarnos las costumbres de los pueblos que encontró desde la isla de Malhado hasta el río Grande. Sus datos precisos y valiosos, han sido confirmados por las investigaciones de la antropología moderna. Cabeza de Vaca cuenta que las indias, a quienes los hombres podían repudiar si no tenían prole, solían amamantar a sus hijos hasta los doce años por la escasez de alimentos. Cuando las mujeres estaban con “su costumbre” (la menstruación) nadie comía lo que había recogido o cocinado. Con frecuencia ellas se encargaban de separar a los hombres que se peleaban en el poblado y de mediar para restablecer la paz entre los clanes.
Estos indios, muy sufridores de hambre, sed y frío, luchaban con tanta astucia que parecían “criados en Italia y en continua guerra”. Eran fecundos en ardides bélicos, se camuflaban con ramas para avanzar sin ser notados y hacían trincheras cubiertas de leña y aspilleras desde las que flechaban a sus enemigos.
Solían fumar una planta, quizá tabaco o peyote, y beber un brebaje espumoso y caliente extraído de unas hojas “como de encina” que podrían ser de una especie de acebo purgante llamado Ilex vomitoria.
En su marcha hacia el sur, los cuatro fueron bien recibidos por unos indios que, tras haberles tocado los españoles las manos a sus hijos, se lo agradecieron dándoles harina de mezquiquez, árbol leguminoso llamado ahora mezquite.