Cambio de rumbo tras cruzar el río Grande
A los pocos días salieron de allí y estuvieron perdidos durante cuatro leguas hasta que unas indias que iban tras ellos los guiaron hacia un río “tan ancho como el de Sevilla”, el mismo que conocemos por Grande o Bravo. Tras vadearlo con el agua al pecho, aquella tarde los españoles alcanzaron otro asentamiento indígena. Los recibieron con gritos de alboroto y agitando calabazas huecas que, por traerlas el río desde tierras lejanas, habían adquirido carácter sagrado y festivo. Como les precedía su fama de curanderos, tocaron y santiguaron a toda la gente del lugar. Escoltados por una devota muchedumbre, pasaron por varios pueblos donde sus acompañantes indios saqueaban las casas sin resistencia de los lugareños, quienes a veces se desquitaban saqueando el pueblo siguiente, rapiñas que los españoles no podían o no querían evitar.
En uno de ellos, desde el que empezaron a ver sierras (Pamoranes, estado mexicano de Tamaulipas), la mayoría de sus habitantes eran “tuertos de nubes” o “ciegos de ellas mismas”, quizás a causa de una infección ocular llamada ahora tracoma.
Pero no se encaminaron a la sierra como pretendían los indios, sino que se adentraron por lo llano hasta un río (San Lorenzo), al sur del que les recordó al Guadalquivir. Dos leguas más adelante, unas indias les dijeron que río arriba encontrarían gente bien abastecida de tunas y harina de maíz, suculenta expectativa que, sobre el deseo de eludir a las tribus hostiles de la costa, los desvió de su ruta. En uno de los poblados “dos físicos” (chamanes), habían ofrendado a los españoles dos calabazas que, a partir de aquí, llevarían como señal de amistad y buen augurio. En otro poblado le dieron a Dorantes un gran cascabel de cobre en el que figuraba un rostro. Como lo habían traído de algún lugar del norte donde conocían las fundiciones, la codicia de los metales preciosos encaminó a los españoles hacia una sierra (Gloria) de siete leguas que atravesaron para alcanzar otro asentamiento junto a un “hermoso río” (Salado).
Sus habitantes, que les entregaron mantas de vacas (pieles de bisonte), se alimentaban en esa época de tunas y de piñones mejores que los de Castilla. Además los obsequiaron con “taleguillas de plata y de alcohol molido”. (Esa “plata” sólo aparece en la edición de Zamora. Fernández de Oviedo corrige “plata” por “margarita”. La edición de Valladolid acierta al imprimir “margaxita”. La tal margaxita, hoy marcasita, nada tiene que ver con la perla o con la plata, sino con la pirita de hierro cristalizado. Y el alcohol molido debía de ser galena, también llamada alcohol de alfarero).
La reputación de chamanes de los españoles se extendió por las comarcas próximas a raíz de que Cabeza de Vaca ejerciera de cirujano en este poblado. A un indio le había extraído una punta de flecha antes de suturarle la herida dándole dos puntos con un hueso de venado. “tenía la punta de la flecha sobre el corazón… Yo le toqué, y sentí la punta de la flecha y vi que la tenía atravesada por la ternilla, y con un cuchillo que tenía, le abrí el pecho hasta aquel lugar…, y con gran trabajo al fin la saqué”. Ufano de su destreza, anota que al poco tiempo la cicatriz parecía “una raya de la palma de la mano”.
Al mostrarles el cascabel que traían, los indios les dijeron que era de un lugar donde había “muchas planchas de aquello” y “casas de asiento”. Alusiones a las láminas de metal y a poblados sedentarios de las que los españoles dedujeron que aquellas lejanas tribus vivían en las cercanías del mar del Sur (Océano Pacífico), costa más rica que la del Norte.
En la marcha hacia el mar del Sur, que caía hacia el oeste, aumentaba la comitiva según rebasaban nuevos poblados. Los caminantes se mantenían de lo que cazaban algunos indios. Si apretaba el hambre, también comían tunas, arañas y gusanos que recogían las mujeres. Como ninguno quería tomar nada sin que los españoles soplaran y santiguaran los alimentos, Cabeza de Vaca y sus compañeros se desvivían por complacer a las tres o cuatro mil personas que ya iban con ellos.
Después de pasar un gran río (Sabinas, estado de Coahuila) , salió a recibirlos mucha gente, cuyas casas ya no fueron saqueadas por quienes llegaban con los españoles. No hizo falta. Aquella tribu ofreció a los forasteros todo cuanto tenía, convencida de que los cuatro hijos del Sol eran omniscientes y podían castigarla si ocultaban algo.
Esta nueva gente los guió a lo largo de cincuenta leguas y cruzaron de nuevo el río Grande, ahora en dirección a la orilla texana. Se encontraron con una tribu generosa que los colmó de obsequios y rehusó llevarse los sobrantes. Pero sus jefes se negaron a facilitar guías a los españoles empeñados en dirigirse a las tierras de poniente habitadas por sus enemigos seculares. Como tampoco accedieron a guiarlos hacia el norte alegando que aquella región estaba despoblada y no tenía ni agua ni comida, los españoles se enojaron. Tanto que Cabeza de Vaca se fue a dormir al campo y los indios le rogaron que volviera.
Atemorizados por las desgracias que el enojo de los hijos del Sol pudiera acarrearles, muchos indios enfermaron y de ellos murieron ocho. Los españoles rogaron a Dios que pusiera fin a la epidemia y, por fortuna para todos, sanaron los aquejados del extraño mal. Esta gente, a la que Cabeza de Vaca califica de “la más obediente” y “ de mejor condición” de aquellas tierras, no lloraba a sus muertos aunque mostraba gran pena ante los enfermos. Durante los quince días que estuvieron en este poblado, los españoles sólo vieron llorar a una mujer, debilidad que sus paisanos castigaron rasgándole la piel con dientes de ratón desde los hombros hasta las piernas.
Se pusieron en camino y llegaron a un pueblo habitado por gente muy avispada y hospitalaria al que llamaron de las Vacas (bisontes) porque cazaban muchas en aquella comarca, próxima a la confluencia de los ríos Grande y Conchos. Los hombres iban desnudos y las mujeres se cubrían con cueros de venado. Estos indios los socorrieron con obras de misericordia: los albergaron, les regalaron cueros y mantas de algodón y les dieron de comer fríjoles y calabazas. Cabeza de Vaca describe al final del capítulo 30, cómo cocían los alimentos haciendo hervir con piedras calientes el agua que contenía la calabaza.
A los dos días los españoles se aventuraron río Grande arriba en vez de seguir, como les habían aconsejado los indios, el camino de las Vacas que apuntaba hacia el norte. En su afán por salir al mar del Sur, se alimentaron durante diecisiete días con grasa de venado y, tras cruzar el río hacia el actual estado de Chihuahua, avanzaron otras tantas jornadas hacia el oeste. Atravesaron poblados prósperos construidos con casas de tierra o esteras de cañas. Estos y otros indígenas que iban encontrando a lo largo de cien leguas les suministraron maíz, fríjoles, venados y mantas de algodón mejores que las de Nueva España. En uno de los poblados- de tribus pimas o yaquis, habitantes próximos al Pacífico- las mujeres usaban calzado y vestían faldillas de cuero de venado que les llegaban a los tobillos y camisas de algodón hasta las rodillas. Allí le regalaron a Álvar Núñez cinco piedras que tomó por esmeraldas, a las que el cronista Fernández de Oviedo llama turquesas. No eran ninguna de las dos cosas, sino piedras de gran dureza y color cerúleo que aquellos indígenas empleaban como puntas de flechas. Las obtenían de las gentes que habitaban en la alta sierra, a cambio de plumas de papagayos.
Cabeza de Vaca, Dorantes y Castillo, que apenas les hablaban para conservar su autoridad, accedían a tocar y santiguar incluso a los sanos. Estebanico se encargaba de tratar con ellos a fin de averiguar los datos sobre los pueblos por los que iban a pasar.
Al pueblo donde le regalaron a Cabeza de Vaca cinco puntas de flechas lo denominaron de los Corazones porque le dieron a Dorantes seiscientos corazones de venados hechos cecina.
Tres días después se marcharon y, a una jornada de allí, la crecida de un río los retuvo dos semanas en otro pueblo, percance que debió de ocurrirles entre diciembre de 1535 y enero de 1536. Aguardando allí a que cediera la riada, Castillo vio a un indio que llevaba al cuello una hebilla de talabarte y un clavo de herrar, adornos que pertenecían a hombres barbados y a caballo que, pese a su origen celeste, habían alanceado a dos del poblado.
Los cuatro españoles siguieron su camino y a los indios les dijeron que iban en busca de los soldados cristianos para pedirles que no los mataran, ni los esclavizaran, ni les arrebataran las tierras. Cabeza de Vaca advierte en el capítulo 32 que “para ser atraídas (estas gentes) a ser cristianos y a obediencia de la imperial majestad, han de ser llevados con buen tratamiento”. Vencido ya el temor, estos indios llevaron a los cuatro españoles hasta su poblado, escondido en la sierra y los obsequiaron con una generosa provisión de maíz que los españoles repartieron entre su hambrienta comitiva.
Cuando unos mensajeros les contaron que, ocultos entre los árboles, habían visto como los cristianos llevaban encadenados a indios de la comarca, las gentes que acompañaban a los españoles quisieron regresar a sus lejanos pueblos. Apaciguados por los españoles, siguieron adelante y, a otras dos jornadas de allí, descubrieron a orillas del río Petután ya en Sinaloa, unas estacas con señales de haber atado los soldados sus caballos.
Animado por los rastros de los cristianos, Álvar Núñez se adelantó junto con Estebanico y once indios, porque Castillo y Dorantes rehusaron ir a buscarlos pese a “ser más recios y mozos”. En dirección sur, caminaron diez leguas en un día y, a la mañana siguiente, avistaron a cuatro cristianos a caballo que se sorprendieron al oír hablar en español a una especie de ermitaño flanqueado por un negro y varios indios. La sorpresa se trocó en asombro al enterarse de que aquel hombre de rostro atezado, enmarañado pelambre, luengas barbas y cubierto con pieles de venado era Álvar Núñez Cabeza de Vaca, a quien se daba por muerto desde hacía muchos años.
A media legua de allí, también en la ribera del Petután, encontraron al capitán Diego de Alcaraz, quien envió a tres soldados a caballo, escoltados por cincuenta indios y guiados por Estebanico, para que recogieran a Castillo y a Dorantes. Álvar Núñez preguntó al capitán Alcaraz el año, mes y día en que había llegado a la provincia de Nueva Galicia. Aunque omite la respuesta, sabemos que era el mes de abril de 1536. Un siglo después el franciscano Antonio Tello recoge el aspecto de los cuatro supervivientes:”Los peregrinos venían con el cabello largo hasta la cinta y la barba a los pechos, desmelenados, con unos sombreros de palma, vestidos de unas esclavinas de pieles de venado adobado y con pelo, descalzos, llenos de grietas, el rostro y manos tostadas del sol y frío, y los calzones de palma hilada”.
A los cinco días llegaron Castillo y Dorantes acompañados de seiscientas personas que se habían refugiado en la sierra. Álvar Núñez tuvo grandes pendencias con los cristianos por oponerse a que los esclavizaran. Hasta tal punto que los indios se negaron a creer que Álvar Núñez y sus compañeros fueran también cristianos cuando Alcaraz y sus hombres les dijeron, mediante intérpretes, que ellos eran los señores a quienes debían servir y no a aquellos cuatro harapientos:”gente de poca suerte y valor”.
Pero los indios renovaron su fe en Cabeza de Vaca, Castillo, Dorantes y Estebanico, tal como el narrador recoge en el capítulo 34: “los cristianos mentían, porque nosotros veníamos de donde salía el Sol, y ellos donde se pone; y que nosotros sanábamos los enfermos, y ellos mataban los que estaban sanos; y que nosotros veníamos desnudos y descalzos, y ellos vestidos y en caballos y con lanzas; y que nosotros no teníamos codicia de ninguna cosa, antes todo cuanto nos daban tornábamos luego en dar y con nada nos quedábamos, y los otros no tenían otro fin sino robar todo cuanto hallaban, y nunca daban nada a nadie”.
Nadie pudo convencer a los indios de que los cuatro andrajosos también eran cristianos. Tras soportar huracanes, naufragios, enfermedades, hambrunas y esclavitud a lo largo de tantos años, Álvar Núñez establece en este capítulo tres grupos de seres humanos. Personas: los indígenas; cristianos: Diego de Alcaraz y sus secuaces, y nosotros: Álvar Núñez, Dorantes, Castillo y Estebanico.
Apenas los indios volvieron a sus pueblos, el alcalde de Cebreros y otros dos cristianos tuvieron a Álvar Núñez y a sus compañeros dando vueltas por los montes durante un par de días a fin de que no se enterasen del nuevo hostigamiento a los nativos. Anduvieron veinticinco leguas hasta que Cebreros los dejó en un poblado de indios pacíficos mientras él seguía hacia el pueblo de Culiacán, a tres leguas de allí, para comunicar las novedades al capitán y alcalde mayor Melchor Díaz. Aquella misma noche, Melchor Díaz fue al poblado de los indios pacíficos y, antes de lamentar el trato que Alcaraz y los demás habían dado a los cuatro supervivientes de la expedición a la Florida y a sus amigos indios, “lloró mucho” con ellos los infortunios padecidos.
Llegada a los asentamientos españoles y retorno a la península