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El relato de Naufragios

Con la misión de conquistar y gobernar el vasto territorio que se extendía entre el río de las Palmas y el cabo de la Florida, Pánfilo Narváez partió de Sanlúcar de Barrameda, el 17 de junio de 1527, al frente de una armada de cinco navíos con seiscientos hombres, entre ellos Álvar Núñez Cabeza de Vaca como tesorero y alguacil mayor. Los acompañaban al menos diez mujeres casadas y también se sabe que algunos oficiales llevaban como sirvientes a sus exclavos africanos.

En la ciudad de Santo Domingo, isla Española, desertaron ciento cuarenta hombres. El resto cuatrocientos sesenta, siguieron hasta Santiago de Cuba, desde donde Narváez envió dos navíos hasta el puerto de Trinidad para cargar provisiones. Un huracán arrasó este puerto y hundió los dos navíos con sesenta personas y veinte caballos a bordo. Los supervivientes, entre ellos Cabeza de Vaca, fueron rescatados por Narváez, que acudió con cuatro navíos porque había comprado otro en Santo Domingo.

Narváez envió a Cabeza de Vaca con los navíos a invernar en el puerto cubano de Xagua, donde permanecieron desde principios de noviembre de 1527 hasta el 20 de febrero del año siguiente. En cuanto se les unió el gobernador con un bergantín pilotado por un tal Miruelo, se embarcaron en los cuatro navíos y el bergantín cuatrocientos hombres y ochenta caballos.

El martes 12 de abril de 1528, los expedicionarios tocaron en la costa occidental de la Florida, y dos días después, Jueves Santo, arribaron a una bahía cuyos pobladores los recibieron con “muchas señas y amenazas”. El 18 de ese mes, el gobernador, con una avanzadilla de cuarenta hombres entre los que iba Cabeza de Vaca, llegó por tierra a otra bahía, llamada de la Cruz.

Los indígenas que vivían en los aledaños de la bahía de la Cruz, convencieron a los españoles de que en Apalache, una provincia extensa y remota, había gran cantidad de oro. Como aún ignoraban que los indígenas se valían de estas quiméricas informaciones para alejar a los invasores, el gobernador Narváez se apresuró a ordenar una larga marcha hacia aquel emporio del norte mientras los navíos costeaban en dirección a un puerto que imaginaban cercano. El gobernador Narváez tomó la decisión contra el parecer de Cabeza de Vaca, quien propuso alcanzar todos juntos un puerto y una tierra mejor en vez de explorar la provincia de Apalache.

El 1 de mayo de 1528, el gobernador Narváez dejó a cien personas embarcadas al norte de la bahía de la Cruz mientras él se ponía al frente de trescientos hombres, cuarenta iban a caballo entre ellos Cabeza de Vaca, dispuestos a conquistar un fabuloso imperio con la mísera provisión individual de dos libras de bizcocho y media libra de tocino.

A las dos semanas, sin haber encontrado para comer más que palmitos semejantes a los de Andalucía, pasaron un río a nado y en balsas. En la otra orilla se enfrentaron a doscientos indios, de los que apresaron a cinco o seis que los condujeron hasta sus bohíos donde tenían almacenado maíz. Dos destacamentos, el primero mandado por Cabeza de Vaca y el segundo por el capitán Valenzuela, se dirigieron a la costa para buscar el puerto inexistente.

Reunidos todos de nuevo y guiados por los indios prisioneros, los expedicionarios reanudaron la marcha hacia el interior, hacia la provincia de Apalache, cuyo pueblo principal también se llamaba así.

Por orden del gobernador, el día siguiente a la festividad de San Juan, 25 de junio, Cabeza de Vaca entró en el pueblo de Apalache al mando de nueve jinetes y cincuenta peones. Sólo halló una tropa inerme de mujeres y niños porque los hombres se habían emboscado con el propósito de flechar a los intrusos. Poco después los indios volvieron en son de paz para reclamar a sus mujeres e hijos, a lo que accedió el gobernador a cambio de exigir que se quedara un cacique como rehén.

Encontraron cueros de venado y algunas mantas de hilo. Pero el único oro que relucía en el pueblo era el maíz, valioso botín para un ejército exhausto y hambriento. Tras permanecer veinticinco días en aquel emporio de cuarenta casas de paja, unos indígenas les hablaron de las tierras fértiles y las gentes amistosas de Aute, pueblo que estaba cerca del mar, a nueve jornadas en dirección al sur. Allí se saciarían de maíz, frijoles, calabazas y pescado. Durante las primeras jornadas hacia Aute vadearon lagunas y rechazaron los hostigamientos de indios flecheros que eran tan altos, enjutos y fuertes que de lejos parecían gigantes.

Cuando las huestes de Narváez entraron en Aute el 29 de julio, sus pobladores habían quemado las casas antes de huir, pero no habían cosechado el maíz, las calabazas y los fríjoles. Los españoles acamparon para matar el hambre y curar enfermos mientras Cabeza de Vaca, con un destacamento de jinetes y peones, buscaba una salida al mar para encontrar los barcos que estarían costeando hacia Pánuco.. Regresaron a Aute para comunicar al gobernador, enfermo como otros muchos, que no habían visto ningún barco en aquel laberinto de bahías y ensenadas.

Resueltos a huir de aquel paraje insalubre que Cabeza de Vaca llamaría Bahía de los Caballos (actual Saint Marks), el 4 de agosto empezaron a construir cinco barcas de veintidós codos cada una, equivalentes a diez metros escasos. Se alimentaban no sólo de las cuatrocientas fanegas de maíz que, en cuatro razias, habían arrebatado a los indios de Aute, también de marisco y de los caballos que fueron sacrificando.

Como ya habían muerto cincuenta y ocho expedicionarios desde que salieron de la bahía de la Cruz, los restantes doscientos cuarenta y dos, enfermos un tercio de ellos, se hacinaron con sus bastimentos en las cinco barcas. Las cargaron tanto que la borda apenas sobresalía del agua un jeme, es decir, la distancia entre las puntas de los dedos pulgar e índice separados al máximo.

El 22 de septiembre echaron a costear “sin noticia del arte del marear ninguno de los que allí iban”, porque no habían perdido aún la esperanza de encontrar en algún puerto los barcos que dejaron a cinco leguas al norte de la bahía de la Cruz. Tras navegar siete jornadas desde la bahía de los Caballos, el 29 de septiembre alcanzaron una isla separada de tierra firme por un estrecho al que llamaron de San Miguel en honor del santo de ese día. Tanto les acuciaba la sed que pidieron agua dulce a unos nativos que se habían acercado en canoa. El griego Dorotheo Theodoro se ofreció a ir con los indios a su poblado en busca de agua y se llevó con él a otro cristiano de raza negra. A cambio Narváez exigió que dos indios se quedaran de rehenes. Cuando regresaron los indios sin agua y sin los cristianos, los rehenes intentaron huir tirándose al agua, pero se lo impidieron los expedicionarios.

Por la mañana, los españoles tuvieron que hacerse a la mar sin haber logrado rescatar a los dos cristianos, a quienes suponían prisioneros cuando en realidad eran fugitivos. Años después , en 1540, los hombres de Hernando de Soto se enterarían de que Dorotheo Theodoro, desertor de la calamitosa situación de los españoles, aún vivía entre los indios de la comarca. El pueblo de Theodore, frente a una isla en la bahía  de Mobile, podría deber su nombre al griego capicúa.

Tras ser hostigados por los indios que reclamaban la devolución de los rehenes, bogaron hacia el suroeste y, aquella tarde avistaron una legua de tierra y una bahía con isletas donde desembocaba un gran río. Sin saber que habían llegado al delta del Misisipi, Cabeza de Vaca se admiró de poder tomar agua dulce de la corriente fluvial que penetraba en el mar. Era el mismo río que los navegantes españoles llamaron del Espíritu Santo.

Costa adelante, las barcas se dispersaron en la oscuridad de la tercera noche. Al atardecer del día siguiente, la barca de Cabeza de Vaca se reencontró con otras dos, en una de las cuales iba Narváez. El gobernador se negó a echar un cabo para remolcar la barca de Cabeza de Vaca, quien esperaba que las tres juntas pudieran tomar tierra pese a la corriente que los empujaba mar adentro. Narváez le voceó que “ ya no era tiempo de mandar unos a otros; que cada uno hiciese lo que mejor le pareciese que era para salvar la vida”. Fue la última vez que vieron al gobernador y su gente.

La barca de Cabeza de Vaca reanudó la navegación junto con la otra que los había esperado. Pero  cuando llevaban cuatro días alimentándose con una ración diaria de medio puñado de maíz crudo, perdieron a sus acompañantes durante una tormenta. Y poco antes del amanecer, una ola arrojó la barca a una tierra, que como luego supieron, se trataba de una isla. Hambrientos y ateridos por el frío otoñal, encendieron fuego, tostaron el maíz que les quedaba y bebieron agua de lluvia. Llamarían Malhado a esta isla.

De esclavo a mercader 

La bienvenida a la isla de Malhado se la dieron unos cien indios flecheros pertenecientes a algún clan de los carancaguas, que a los atemorizados españoles les parecieron gigantes. En señal de amistad, los indios les regalaron flechas a cambio de cuentas y cascabeles. Y durante varios días los alimentaron de pescado y con las raíces de una planta acuática que ahora se llama swamp potato (patata de marisma).

Tras pretender en vano reflotar la barca de Rorantes y Castillo, todos se resignaron a invernar en la isla antes de enviar cuatro hombres, guiados por un indio a pedir ayuda a los españoles de Pánuco, asentamiento que creían cercano.

Cuando las tempestades y los fríos impidieron a los indios pescar y cosechar tubérculos acuáticos, el hambre apretó tanto a los españoles que cinco destacados en la costa se comieron unos a otros, canibalismo que escandalizó a los indios. La muerte por inanición o por enfermedades del estómago se llevó a la mitad de los indios y sólo respetó a Cabeza de Vaca y a otros quince de los ochenta españoles que había en la isla de Malhado.

Cabeza de Vaca describe los adornos, las viviendas, las costumbres y las creencias de estos indios “grandes y bien dispuestos” a quienes identificará como los Capoques y los Han, clanes con dialectos diferentes de la tribu seminómada de los carancaguas, localizada en las islas y costas del este de Texas. Anota que los hombres iban desnudos, las mozas se cubrían con cueros de venado y las demás mujeres “con una lana que en los árboles se cría”: una planta epifita parecida al musgo, llamada ahora Spanish moss, que cuelga de las ramas de los robles.

Spanish mossSpanish moss

 Recoge también los hábitos migratorios de estos indios de llanto tan fácil que, cuando se deían después de algún tiempo, antes de hablarse estaban media hora llorando. De octubre a febrero vivían en la isla y, al escasear la comida, se iban a unas bahías de tierra firme para alimentarse de ostiones. Detalla incluso sus métodos curativos. Soplaban sobre la parte enferma, o pasaban sobre ella una piedra caliente, o la sajaban para chupar el mal, o la cauterizaban. Terapias que también los españoles les aplicaron, aunque con más éxito sanador porque además los santiguaban y les rezaban un paternóster y un avemaría.

 Cabeza de Vaca soportó el mal trato de sus amos indios algo más de un año. En la primavera de 1530 se refugió en un poblado corruco, clan de la tribu coahuilteca, entre quienes dejó de ser esclavo para convertirse en mercader. Oficio que ejerció a lo largo de unas cuarenta leguas de litoral o adentrándose hasta la comarca que hoy ocupa la ciudad texana de San Antonio. Hacia el interior llevaba cuentas para collares, conchas y trozos de caracoles que empleaban para cortar frutas; y de vuelta se traía almagre con el que se pintaban la cara y el cabello, cueros para cubrirse, pedernales que usaban como puntas de flechas y otras apreciadas menudencias.

 Cuando, desde la arribada forzosa a la isla de Malhado, habían pasado casi cinco años, convenció a Lope de Oviedo, un flaco superviviente de los dos que se habían quedado en la isla, de que se marcharan hacia el sur por la costa en busca de cristianos.

 La fuga de los cuatro supervivientes